País- Islandia
Denominación- 5 Coronas
Año- 1996
Periodo- República de Islandia
Aleación- Acero bañado en níquel
Peso- 5,6 gramos
Diámetro- 24,5 mm
Anverso- Aparecen los cuatros protectores de la isla, los Landvættir y la inscripción FIMM KRÓNUR – ÍSLAND 1996
Reverso- Una pareja de delfines nadando hacia la izquierda con el valor de 5 coronas
La idea de representar el delfín en esta moneda no tienen un simbolismo cultural profundo, sino que fueron elegidos como parte de un diseño temático sobre la fauna marina de Islandia. El objetivo principal era representar la riqueza natural del entorno islandés, especialmente su vinculación con el océano.
En esa serie, cada moneda mostraba diferentes animales marinos. Por ejemplo:
1 króna: bacalao.
5 krónur: dos delfines.
10 krónur: un pez capelán.
50 krónur: un cangrejo.
100 krónur: pez lubina.
En la cultura islandesa, los cuatro Landvættir son espíritus guardianes del país, conocidos como los espíritus tutelares o protectores de la tierra de Islandia. Estas figuras provienen de la mitología nórdica y del folclore islandés, y han tenido un papel importante tanto simbólica como históricamente, hasta el punto de aparecer en el escudo de armas nacional de Islandia.
Cada uno de los Landvættir protege una de las cuatro regiones cardinales del país:
Griðungur (el toro) – Protector del noroeste
Simboliza la fuerza y el poder.
Gammur (el buitre o grifo) – Protector del noreste
Representa la sabiduría y la vigilancia.
Dreki (el dragón) – Protector del sureste
Encarnación de la ferocidad y el poder sobrenatural.
Bergrisi (el gigante de las montañas) – Protector del suroeste
Representa la estabilidad y la resistencia de la tierra
La historia de los Landvættir se menciona principalmente en la "Heimskringla", una colección de sagas de los reyes noruegos escrita por Snorri Sturluson en el siglo XIII. En particular, aparece en la "Saga de Óláfr Tryggvason", una de las secciones de esta obra. Aunque Snorri escribe siglos después de los eventos que narra, sus relatos recogen tradiciones orales más antiguas, muchas de ellas cargadas de simbolismo mítico.
Erase una vez… en tiempos antiguos, cuando los vientos del norte aún susurraban secretos entre las montañas recién formadas de Islandia, la tierra era joven y su espíritu latía con una fuerza profunda. Lejos, en las cortes del continente, el rey Harald de Dinamarca, conocido como Harald Bluetooth, escuchó hablar de esta isla inhóspita, salvaje y libre, habitada por hombres que habían huido del dominio de los reyes noruegos. Ambicionando extender su poder sobre esas tierras remotas, Harald no recurrió a las armas de inmediato. En lugar de enviar una flota, recurrió a las artes antiguas. Convocó a uno de sus hechiceros, un maestro del seiðr, y le ordenó inspeccionar la isla, pero no por medios ordinarios: debía convertirse en un espíritu marino y explorarla desde el agua, buscando puntos débiles, puertas abiertas entre lo visible y lo invisible.
El hechicero obedeció y, mediante su magia, adoptó la forma de una enorme ballena. Bajo la piel del leviatán, sus ojos eran agudos y su propósito claro. Se lanzó a los mares del norte, surcando las olas con sigilo y poder. Llegó primero por el este, donde las montañas descienden abruptamente hacia los fiordos y el cielo a menudo parece fundirse con el mar. Pero cuando se acercó a tierra, emergió de las profundidades un ser colosal: un dragón de mirada ígnea, cubierto de escamas que centelleaban como obsidiana bajo el sol. A su alrededor, víboras y serpientes se deslizaban entre las rocas, como guardianes menores del gran espíritu. El hechicero comprendió al instante que esta no era una criatura ordinaria, sino un espíritu de la tierra, un protector de la región oriental. Su presencia era imponente, su poder palpable, y el mensaje estaba claro: la tierra no estaba desprotegida.
El hechicero prosiguió su viaje hacia el norte, donde las colinas se ondulan suavemente y los fiordos se abren como brazos acogedores entre la tierra y el mar. Allí fue confrontado por un ave majestuosa: un grifo o águila gigantesca, suspendida en el aire como si el viento mismo le obedeciera. Sus alas cubrían el cielo y sus ojos brillaban con inteligencia antigua. No estaba sola. A su alrededor volaban otras aves, compañeras o emisarias, que reforzaban su presencia. Era el espíritu del norte, el centinela de los cielos y los vientos, que veía más allá de lo visible y protegía con sabiduría todo lo que su mirada abarcaba. El hechicero, aunque poderoso, no pudo soportar esa vigilancia ni atravesar su dominio.
Más decidido que convencido, siguió hacia el oeste, donde las montañas se desploman en acantilados abruptos y el mar se abre en bahías profundas como heridas en la tierra. Allí encontró a un toro gigantesco, cuya sola respiración hacía temblar el suelo. Desde las montañas descendía con paso firme, y tras él marchaban sombras con formas vagamente humanas: espíritus de antepasados, quizás, o fuerzas invisibles de la naturaleza. El toro era el guardián del oeste, emblema de fuerza pura, de terquedad protectora, de lo inamovible. Intentar pasar por su territorio era como querer mover la misma tierra. El hechicero sintió en sus huesos la inutilidad de luchar contra tal fuerza y se desvió, frustrado.
Por último, llegó al sur, la región de playas oscuras y columnas de lava. Allí, del corazón mismo de la tierra, emergió un ser titánico: un gigante de piedra, el bergrisi, cuyas piernas eran columnas de montaña y cuya voz era el eco de la tierra misma. A su alrededor, criaturas grotescas —trolls, enanos, y seres de roca y humo— se agitaban como guardianes menores. Este espíritu no hablaba, pero su sola presencia era una advertencia definitiva. Era la encarnación de la resistencia, del vínculo profundo entre el suelo y los que lo habitan. El hechicero supo entonces que no habría forma de conquistar Islandia sin enfrentarse a estos espíritus primordiales. Y esa batalla, ni siquiera la magia del rey Harald podía ganar.
Así, el hechicero volvió a Dinamarca y narró lo que había visto. Le habló al rey de los espíritus de la tierra, de las bestias guardianas y del poder silencioso pero inviolable que protegía la isla. Harald, sabio o supersticioso, entendió que Islandia no era una tierra que pudiera someterse por la fuerza. Desde aquel momento, y hasta hoy, los islandeses honran a los landvættir como los protectores invisibles de su tierra. No solo como figuras mitológicas, sino como símbolos vivientes de la fuerza, la resistencia, la sabiduría y la ferocidad que les han permitido habitar una de las tierras más inhóspitas del mundo
La Corona de Islandia: Historia de un símbolo de soberanía
Cuando escuchamos hablar de la "corona", nuestra mente puede evocar imágenes de joyas reales, monarquías lejanas y poder simbólico. Pero en Islandia, un país sin rey ni reina, la "króna" (en islandés) tiene un significado muy distinto: es la moneda nacional, una pieza fundamental de su identidad económica. ¿Pero de dónde viene ese nombre?
La palabra "króna" proviene del latín corona, que significa "corona" o "guirnalda". Este término fue adoptado en muchas lenguas escandinavas y germánicas para referirse a monedas, en alusión a la corona como símbolo de autoridad. A lo largo de la historia europea, muchas monedas han llevado ese nombre: la corona danesa (krone), la corona sueca (krona), la corona noruega (krone) y, en su momento, la corona austrohúngara (krone en alemán). Islandia, bajo la influencia danesa durante siglos, heredó tanto el nombre como el sistema monetario.
La króna islandesa nació oficialmente en 1874, cuando Islandia todavía era parte del Reino de Dinamarca. En aquel tiempo, Dinamarca introdujo un nuevo sistema decimal y la corona danesa reemplazó al rigsdaler. Islandia utilizó esa misma moneda hasta que, en 1918, al obtener mayor autonomía bajo el Acta de Unión, comenzó a emitir su propia moneda, aunque aún vinculada al valor del oro y al patrón danés.
No fue sino hasta 1961 que Islandia estableció un banco central independiente, el Seðlabanki Íslands, el cual asumió la emisión directa de la moneda y el control de la política monetaria. Desde entonces, la króna ha evolucionado no solo como un instrumento económico, sino como un reflejo de la historia del país: de colonia a nación soberana, de dependencia externa a autodeterminación financiera.
Durante siglos, Islandia fue un territorio remoto bajo dominio extranjero, primero bajo la corona noruega y más tarde, desde el siglo XIV, bajo la monarquía danesa. La historia de su camino hacia la independencia es la historia de una nación pequeña que, con paciencia y firmeza, buscó definir su propio destino. En el siglo XIX, bajo el impulso del nacionalismo romántico que se extendía por Europa, surgieron en Islandia voces que reclamaban mayor autonomía. Este despertar político e intelectual se vio reflejado en el restablecimiento del Alþingi en 1845, el antiguo parlamento islandés que había sido suprimido siglos antes por la corona danesa. Aunque al principio su rol era meramente consultivo, el simbolismo fue poderoso: Islandia estaba recuperando una de las instituciones democráticas más antiguas del mundo, y con ello, parte de su identidad soberana.
El paso más significativo hacia la independencia se produjo en 1918, cuando Dinamarca e Islandia firmaron el Acta de Unión. En este acuerdo, Islandia fue reconocida como un estado soberano bajo la forma de un reino, compartiendo la figura del monarca con Dinamarca, pero con autonomía en sus asuntos internos. La bandera islandesa fue adoptada oficialmente, se redactó una constitución, y aunque la política exterior todavía era administrada por Dinamarca, Islandia ya no era una simple colonia. Esta relación simbiótica debía ser reevaluada cada veinticinco años, lo que dejaba una puerta abierta para futuras modificaciones... o una ruptura definitiva.
La coyuntura llegó con la Segunda Guerra Mundial. En 1940, Alemania invadió Dinamarca, dejando a Islandia sin contacto directo con la autoridad monárquica. Esta desconexión forzada llevó al Alþingi a asumir funciones ejecutivas extraordinarias, nombrando a un regente que actuaría en nombre del rey. La isla, que nunca había tenido que valerse por sí sola a ese nivel, se vio empujada a actuar como si ya fuese independiente. Ese mismo año, el Reino Unido ocupó Islandia para evitar que cayera en manos alemanas, y posteriormente Estados Unidos asumió la defensa de la isla. Aunque técnicamente seguía siendo un reino unido a Dinamarca, en la práctica, Islandia era ya un estado autogobernado con plena soberanía.
En este contexto, la idea de romper definitivamente los lazos monárquicos tomó fuerza. En mayo de 1944, se celebró un referéndum nacional en el que los islandeses votaron de forma abrumadora —con más del 99% a favor— por abolir la monarquía y proclamar una república. El acto se formalizó el 17 de junio de 1944, coincidiendo con el centenario del nacimiento de Jón Sigurðsson, el líder independentista más importante del siglo XIX. La ceremonia se llevó a cabo en Þingvellir, el sitio sagrado de la historia islandesa donde había nacido el Alþingi en el año 930. Allí se proclamó la República de Islandia, y Sveinn Björnsson, quien había ejercido como regente, fue elegido como el primer presidente de la república. Dinamarca, todavía bajo ocupación alemana, no pudo oponerse; y tras el fin de la guerra, reconoció oficialmente la decisión islandesa.
La nueva república supo aprovechar el contexto internacional de posguerra: recibió ayuda del Plan Marshall, fortaleció sus instituciones democráticas y comenzó una lenta pero constante modernización económica y social. En 1949, Islandia ingresó en la OTAN, una decisión que provocó protestas violentas en Reikiavik, pero que consolidó su alianza con Occidente. Esta afiliación estratégica le permitió mantener cierta seguridad sin necesidad de ejército propio, delegando la defensa nacional a sus aliados, principalmente Estados Unidos, que mantuvo una base militar en Keflavík durante décadas.
Uno de los momentos más importantes de la joven república fue la serie de conflictos marítimos conocidos como las "Guerras del Bacalao", entre 1958 y 1976. En un intento por proteger sus recursos pesqueros, vitales para la economía nacional, Islandia fue extendiendo progresivamente su zona de pesca exclusiva, de 4 a 200 millas náuticas. Esto provocó tensiones diplomáticas y enfrentamientos navales con el Reino Unido, que se oponía a estas medidas. Sin embargo, Islandia se mantuvo firme, y con el tiempo, logró que su soberanía sobre estas aguas fuera reconocida internacionalmente. Esta victoria no solo aseguró la base económica del país, sino que también fortaleció el sentimiento de independencia y la autoridad del Estado islandés.
Durante las décadas de 1980 y 1990, Islandia consolidó su democracia y se convirtió en una de las sociedades más estables del mundo. En 1980, el país hizo historia al elegir a Vigdís Finnbogadóttir como presidenta, la primera mujer en el mundo en ser elegida jefa de Estado por voto popular. Su mandato, que duró hasta 1996, fue símbolo del avance social de la república, y de su compromiso con la igualdad de género, la cultura y la diplomacia.
En 1994, Islandia se unió al Espacio Económico Europeo (EEE), lo que le permitió integrarse al mercado común europeo sin necesidad de ingresar formalmente a la Unión Europea. Este paso marcó una nueva etapa de apertura internacional, facilitando el comercio, los flujos de capital y la movilidad de ciudadanos. Para entonces, la república había dejado atrás sus años más difíciles. En poco más de 50 años, Islandia había pasado de ser una nación agrícola pobre y periférica, a un país moderno, democrático, pacífico y próspero. Desde su nacimiento en 1944 hasta 1996, la República de Islandia se forjó a sí misma con determinación, sin ejército ni grandes recursos naturales, pero con una voluntad inquebrantable de autogobierno, identidad cultural y respeto por sus raíces.
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